Recuerdo que era el único que no tenía mamá. En situaciones extremas y en el fragor de la pelea, alguno de sus ocasionales contrincantes le gritaba huérfano, como último recurso para abatirlo. Pero sus puños, su rabia, su silencio terminaban imponiéndose en las contiendas en el patio de la escuela. A nuestros 11 años, Josué se había ganado el título del mejor peleador del Sexto B.
Aquel lunes, la señorita Queta decidió cambiar de lugar a Josué, colocándolo a mi izquierda, en la carpeta bipersonal de madera, que en aquellos años utilizábamos en la Escuelita Mixta Las Palmas. “A ver si se corrige un poco contigo, Melgar”.
Los días siguientes fueron diferentes. Nunca había ayudado tanto a un compañero a entender las clases y hacer las tareas, ni había conversado tanto en los recreos de las once de la mañana. Supe que venía de Chiclayo, segundo de cuatro hermanos, dos mujeres y dos hombres. Con él aprendí la palabra madrastra, a decir carajo, y que un niño de nuestra edad podía tener su propia llave de casa.
Parece como si fuese ayer, aquel día en que estrené mi estuche de colores, 24 perfectos lápices Goldfaber marca Faber Castel, y que papá sugirió no llevar al colegio por precaución y que solo lo utilice en casa. Fui presuroso a mostrarle el estuche a Josué. Por primera vez lo vi feliz.
Esa misma tarde, al momento de arreglar nuestros útiles y disponernos a salir, me percaté que no se encontraba mi estuche de colores. Había desaparecido. Josué me acompañó las cinco cuadras que separan la escuela de mi casa. Tocó la puerta. No te preocupes, deja de llorar. Tu estuche va a aparecer. Anda, entra a tu casa. Me guiñó el ojo. Lo vi perderse por la esquina de la derecha. Ambos sabíamos perfectamente que mi estuche iba bien escondido en el fondo de su maletín.
Ahora me resulta tremendamente tedioso tener que llenar los papeles que me obligan los guardias, para cumplir con su traslado a la Morgue. Ya hice bastante con reconocer su cuerpo tirado en la capilla, destripado en el fragor de la reyerta. Aunque, pensándolo bien, fue el único huevón que me visitó cada lunes, de cada semana, de cada mes, en estos últimos ocho años que llevo metido en esta celda de mierda. Ese gesto ya es de puta madre. Entonces, considerando esas visitas, su muerte y su condición de sacerdote, decreto cancelada su deuda de mis Faber Castell.
26.09.2017