Mi padre fue suboficial de la Fuerza Aérea del Perú (FAP).
Su condición de militar nos permitió gozar de ciertos privilegios, como el acceder a una modesta casa subsidiada por el Estado en la urbanización San Roque (villa militar al lado de la Base Aérea Las Palmas), o poder comprar productos de primera necesidad en el bazar de la FAP cuando éstos escaseaban para el común de los mortales, o acceder a un hospital decente en caso necesario. Quizá el más importante fue estudiar toda mi vida escolar en el C.E. Técnico FAP Manuel Polo Jiménez.
Ingresé a “Jardín” el año 1967, cuando aún era una escuelita mixta con algunas aulas para Primaria, un par de pequeños patios y unos jardines laterales. Ingresé en vísperas de la instalación del “Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas”, conducido por el general Juan Velazco Alvarado y salí con la Promoción 1978, en plena efervescencia del movimiento social (el histórico paro nacional del 77, la Asamblea Nacional Popular, la gran huelga magisterial, el auge de la nueva izquierda) que puso en jaque al gobierno militar y que desembocaría en la salida del General Morales Bermúdez, la convocatoria a la Asamblea Constituyente de 1979 y la vuelta a los gobiernos civiles en 1980.
En el año 1970, mis padres compraron una casa con un crédito hipotecario a 20 años, en una urbanización alejada de la villa FAP en donde se encontraba mi colegio. Mi mamá trabajaba (siempre trabajó) y aunque mi papá tenía carro y un horario flexible, no podía llevarnos y traernos al colegio a mi hermana y a mí todos los días. Tuvieron que ponernos movilidad: el volkswagen rojo de la señora Otilia Vela de Vilca.
En vista de que estudiábamos por la mañana y por la tarde, mi papá se agenciaba para llevarnos las loncheras con los almuerzos, a mi hermana y a mí, a eso del mediodía. En mi caso, llegaba, la dejaba al lado de la puerta de la gran mampara de vidrio de mi salón que daba a un pequeño corredor y jardín lateral. Llegaba y se retiraba sigilosamente, tratando de no interrumpir al profesor o profesora de turno.
El año 1970 yo cursaba el Segundo de Primaria y nos tocó hacer la Primera Comunión en el colegio y asistir —para ello— a las charlas de preparación en la pequeña parroquia de la villa. Yo no participé de este acto —trascendental para una familia católica—, no tanto por cuestiones de fe, sino porque, como ya he mencionado, vivíamos en una zona alejada del colegio y mis padres no podían llevarme a las charlas de la parroquia. Mi hermana y yo hicimos la Primera Comunión en otro templo y preparados por la tía Nancy Prado, recientemente salida del convento.
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El año 1971, la Madre María, además del curso de Religión, asumió la función de celadora severa de la fe y del cumplimiento riguroso de las prácticas y rituales propios de la iglesia católica por parte de los indefensos alumnos.
La recuerdo ingresar al salón con porte militar y desde su escritorio, repasar nuestras pequeñas humanidades con su mirada endurecida, detenerse sobre su víctima y disparar, inclemente, alguna pregunta vinculada a los sacramentos, un rebuscado pasaje de la vida de Cristo o simplemente indagar si “te has confesado este último domingo”.
Yo había ensayado una serie de movimientos para burlar la posibilidad de ser escogido para los actos de flagelación del Tribunal del Santo Oficio de la inquisición del Tercero B: simular la revisión del cuaderno del curso, sobarme el ojo derecho inclinando ligeramente la cabeza, agacharme para recoger del suelo algún borrador inexistente. Y funcionaba.
En todo caso, funcionó hasta que un día me tocó el turno.
— Melgar. No te he visto este domingo en la parroquia. No has ido a Misa. Párate.
— No Madre. Digo … sí Madre, sí he ido…. Solo que yo no vivo en San Roque, por lo que no puedo venir a esta parroquia. Pero sí he ido a la de mi barrio. Reaccioné con tal rapidez en mi argumentación, que yo mismo me sorprendí de mis reflejos.
— Entiendo. Respondió ella, con lo cual di por cerrado el caso. Cuando me disponía a tomar asiento en mi carpeta bipersonal de madera, la Madre María arremetió por segunda vez.
— Si fuiste, entonces podrás decirnos a todos, de qué trató la Lectura del Evangelio. ¿No?
Me sentí atrapado y sin salida, cual sentenciado rumbo al cadalso. Sensación que se fundaba en el simple hecho de que el domingo anterior, efectivamente, no había ido a Misa. Es más, no había asistido a ninguna desde que hice mi Primera Comunión.
A pesar de las circunstancias, adquirí rápidamente un estado de autocontrol y serenidad, necesarios para estructurar una respuesta no solo verosímil, sino convincente, que permita cerrar el interrogatorio de manera definitiva. Por suerte, por aquellos años yo era un alumno aplicado y ello me había permitido leer todo lo que los profesores nos dejaban como tarea, incluido el Evangelio.
— Fue una lectura de Lucas, Madre. Respondí con suficiente seguridad. Habló de la hipocresía de los fariseos y que ante Dios ningún comportamiento o pensamiento queda oculto. Respiré triunfante.
— ¡Mientes Melgar! Me espetó tremenda acusación sin piedad alguna, a la vez que lanzaba su furia y salivas sobre mí. Fue de San Juan. “En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida”. Recitó de memoria la muy condenada.
Evalué el escenario y advertí que tenía solo dos opciones. La primera, aceptar como cierta su acusación y asumir ante todo el auditorio mi intento fallido de embuste. La segunda, continuar con mi argumentación hasta el final, esperando —de alguna manera— un desenlace favorable. Aposté por la segunda.
— No Madre. Aquí habrán leído a Juan. En mi parroquia leyeron a Lucas. Respondí desafiante, levantando ligeramente el mentón, mirándola a los ojos. Mientras, todo el salón enmudecía, testigo de inédita confrontación.
— ¡Te vas a ir al infierno, muchacho del demonio! ¡Mientes doblemente! ¡Claro, si hubieses ido a las charlas de preparación de la Primera Comunión en nuestra parroquia, quizá hubiese tomado nota de la existencia de la Ordenación de las Lecturas de la Misa en donde se definen todas para el año litúrgico en el mundo! Repasó mi cadáver sin piedad.
Mientras evaluaba la resolución de esta reyerta y anotaba la especial importancia que tiene contar con la información clave para la definición de una estrategia que te conduzca de manera ineludible a la victoria, vi a mi padre aparecerse por el pasadizo lateral del aula, portando su uniforme con pulcritud y dignidad.
— ¡Técnico Melgar…! ¡Su hijo afirma haber asistido a Misa este domingo! Le increpó la Madre María con su mirada inquisidora y el ceño fruncido, esperando de mi padre un lógico llamado de atención en público, severo y ejemplificador, por el falso testimonio esgrimido por su endemoniado hijo.
Mientras hacía una suerte de venia al lado de la puerta del aula y sin quitarle la mirada de encima, mi padre le hizo llegar su contundente respuesta.
—Sí Madrecita, yo fui con él … Ahí le dejo la lonchera, Madrecita. Permisito.
Dio media vuelta y así como llegó, desapareció raudamente, por el pasadizo lateral de las aulas de primaria.
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Ese día entendí el significado profundo del amor filial.
Claro, también habría que considerar que a mi padre —al igual que a mí— le resultaba insufrible ir a misa un domingo a escuchar la monserga de algún cura latoso suelto por allí.
La Madre María al lado del Director, algunos años después de la primera expansión del colegio
W.M.P / 11.06.2021
Gracias mi querido Walter. haz echo retroceder mi mente a aquellos años donde la Religión era parte de nuestra educación y aunque ahora ya no es así,realmente las exigencias de una monja eran muchas para nosotros que a esa edad solo queríamos jugar y disfrutar de la infancia, un abrazo amigo y de nuevo Gracias!!
Walter que fantastico, ne haz hecho retroceder hasta cuando usaba pañales, haz evocado a tu memoria toda tu niñez, no perdiste ni un minimo detalle. Walter eres lo maximo, felicitaciones mi gran amigo
Lo acabo de leer nuevamente y es realmente un hermoso relato. Cuantos detalles y bellos momentos!! Bravo!