Tengo casi absoluta certeza de que ser militar no fue la primera opción de  mi padre. Salvo su paso por la Escuela de Suboficiales de Aeronáutica, sobrellevó sus 30 años de servicio en la Fuerza Aérea del Perú, ansiando su retiro para dedicarse a la lectura y al estudio de la literatura, la lengua y la historia.

Nació en Ancón en el año 1930. Fue el cuarto de siete hermanos de una familia de bajos recursos. Al terminar la escuela primaria, no tuvo otra opción que trabajar en el pequeño bar-restaurante que su madre regentaba en la parte delantera de la casa familiar de la calle Loa y que servía de sostén a toda la prole.

Lo puso a trabajar, primero porque tenía que colaborar con la supervivencia de la familia, y segundo, porque en el principal balneario aristocrático de Lima de aquel entonces, no existía colegio para que los hijos de los lugareños (pescadores, obreros, mujeres trabajadoras) continúen con sus estudios secundarios.

¡Abrid ancho paso, las palmas batid, que va Guadalupe marchando a la lid!

Dos o tres años después de haber terminado la Primaria, y gracias a un cura amigo de la familia, mi padre pudo ingresar a la Secundaria del Colegio Nuestra Señora de Guadalupe, en condición de alumno interno. Conoció a muchachos de diferentes provincias, tuvo grandes maestros, adquirió un especial gusto por la lectura y los estudios. Fue un buen alumno.

En el año 1948, encontrándose en cuarto de secundaria, tuvo que abandonar los estudios por las circunstancias propias de la coyuntura política de aquel entonces. Y es que un año antes se dio en Lima un importante movimiento estudiantil por la reforma de la educación y en particular la gratuidad de la educación secundaria, conducida por los alumnos del Colegio Guadalupe, quienes, además, levantaron banderas propias, como reducir el número de alumnos por aula, mejorar la alimentación, resolver el hacinamiento en los dormitorios, la renuncia del Director por ineficiente y corrupto.

Los primeros días del mes de setiembre de 1947, en asamblea general, deciden tomar las instalaciones del colegio hasta ver aceptadas sus demandas, dando libertad para que los alumnos que así lo deseen retornen a sus casas. Alrededor de mil alumnos decidieron atrincherarse en las aulas y patios. Entre ellos, mi padre.

El día 5 de setiembre, las manifestaciones callejeras fueron enfrentadas por la policía montada (al mando del entonces Ministro del Interior de Bustamante y Rivero, el General Odría), dejando un saldo de 19 heridos de bala y un muerto, el alumno de 15 años, del Segundo H de Secundaria, Heriberto Avellaneda Beltrán. La policía retuvo su cadáver en la Morgue Central para evitar mayores disturbios, siendo recuperado por sus compañeros con la colaboración de los estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad San Marcos y conducido a la Casona del Parque Universitario y de ahí, al Colegio Guadalupe, para el velatorio y los honores correspondientes por parte de los estudiantes de la mayoría de los colegios de Lima y el Callao.

Como consecuencia del movimiento estudiantil y del asesinato de Avellaneda, se lograron mejoras substanciales en los servicios del glorioso Guadalupe, pero también la separación de los “revoltosos” que tomaron el colegio. Mi padre fue obligado a cursar el Cuarto de Secundaria como alumno externo, situación que se tornó insostenible para la familia, por lo que tuvo que abandonar sus estudios a fines del año 1948..

¡Arriba, siempre arriba, las alas vencedoras …

Postuló a la Escuela de Suboficiales de Aeronáutica, recientemente trasladada a la Base Aérea Las Palmas (no era requisito la secundaria completa), ingresando en marzo del año 1949. Luego de tres años se graduó como Radio Operador de Centro de Mensajes, en el segundo puesto en el orden de mérito de la Especialidad de Comunicaciones, según consta en el Diploma firmado por Armando Zamudio C., Comandante General de la FAP.

Diploma de Especialidad (1951)

Voló como radioperador por las diversas bases aéreas del Perú durante la década del 50. Los siguientes años trabajó como escucha y analista en el Servicio de Inteligencia del Ministerio de Aeronáutica, en el Campo de Marte. Entre los años 73 y 74, siendo Técnico de Primera, mi padre estuvo destacado en el Servicio de Ingeniería de la FAP, en el local de la cuadra 5 de la Av. Jorge Chávez, Surco (muy cerca a casa), cumpliendo con sus habituales labores de inteligencia.

Era tercero en la jerarquía dentro del cuerpo de subalternos, es decir, de los Técnicos, Sub Oficiales y Avioneros. Amigo del Comandante jefe de la Unidad, a quien conoció en sus años de vuelo. Sin embargo, nunca aprovechó esta relación para obtener alguna ventaja o beneficio personal.

Por encima de mi padre, se ubicaba un Técnico Inspector y más arriba, en el epílogo de su carrera militar, el Técnico Supervisor Emigido Ruelas Aucapoma; un tipo callado pero jodido, sobón con los Oficiales, pegado a las normas y poco solidario con su equipo. Una joyita, de quien mi padre había recibido reprimendas más de una vez. No se pasaban, pero ahí estaban.

… despleguemos triunfantes, en busca de un ideal!

A inicios del año 1974, llegó a la Unidad un joven Teniente en estreno, como secretario del Comandante, que resultó todo un déspota, de esos que miran por sobre el hombro y que no contestan el saludo. Para colmo, instauró la práctica de formación de la tropa y el grupo de Técnicos y Suboficiales los lunes en el patio central; algo que para mi padre resultaba innecesario y que —según su opinión— lo hacía solo por joder.

Primero de la derecha, en alguna base aérea del Perú (1958)

En una de las habituales peroratas y monsergas de los lunes de formación, sin mediar razón alguna, el Teniente de marras empezó a maltratar al Técnico Supervisor Emigidio Ruelas, haciendo innecesaria referencia a su porte militar, la forma de llevar el uniforme y a sus rasgos andinos, culminando con un insultante “… parece un huanaco con quepí, oiga”.

Mi padre, en un arrebato explicable solo por la fuerza de sus principios, levantó la voz desde su sitio en la formación, para corregir al Teniente con un inesperado y contundente “¡Esa no es forma de dirigirse a una persona mayor y con más años de experiencia que usted!”.

Silencio total en el patio central del local del Servicio de Ingeniería.

 — ¡Que les quede bien claro que yo me dirijo a ustedes como chucha me da la gana! ¡No han visto mis galones carajo! ¡Aquí no importa los años de servicio ni la experiencia de ningún huevón! ¡Lo que manda aquí es la jerarquía de mi grado! ¡Está claro … zarta de huanacos apestosos!

—¡Sí señor!  La tropa al unísono.

¡Usted! ¡Un paso al frente! El joven Teniente, dirigiéndose a mi padre.

De inmediato y sin dudas ni murmuraciones cumplió con la demanda y dio un paso al frente, terminando a escasa distancia de él, quien lo miraba con furia y desprecio por haberlo interrumpido y observado ante los subalternos.

¡Identifíquese! Exigió de manera inmediata para tomar nota del desfachatado insurrecto.

—¡Técnico de Primera FAP Ernesto Melgar Cornelio! ¡Número de Serie 67425-49-O!

—¡Mi Teniente! … ¡Diríjase a mí como Mi Teniente, carajo! … ¡Estoy esperando que ofrezca las disculpas a su superior! Reclamó eufórico.

Mi padre levantó el mentón, lo miró a los ojos, aspiró la suave brisa que ingresaba entre los vetustos árboles del Servicio de Ingeniería esa mañana de otoño y, mientras repasaba su trayectoria por la Fuerza Aérea en fracciones de segundos, respondió al requerimiento:

¡Con su permiso y la consideración que demanda la jerarquía de su grado … váyase usted a la conchesumadre! ¡Mi Teniente!.

¡Arriba, siempre arriba, hasta alcanzar la gloria …

Al final de ese año, mi padre no ascendió a Técnico Inspector —como correspondía al haber alcanzado 100 puntos en el examen— debido a que su legajo personal contenía una reciente papeleta de “sanción disciplinaria por infracción muy grave” que ordenaba “la postergación para ser declarado apto para el ascenso las tres promociones siguientes”, según lo establecido en el Régimen Disciplinario de las Fuerzas Armadas. A ello se sumó su traslado a la Base Aérea de Talara (en el extremo norte del Perú), en donde estuvo relegado el año 1975, a modo de castigo. Regresó a Lima hacia finales del año con su salud resquebrajada por la diabetes.

Condecoración por los 30 años de servicios de la Promoción Juan Serrano Vásquez (1979)

En 1976 fue destacado a la casa caleta que administraba el Servicio de Inteligencia en la Avenida Aramburú, en Surquillo. Atendió “comisiones de escucha” en la frontera con Chile, hasta que una mañana de verano del año 1978, despertó en el dormitorio del edificio de Control Fronterizo Santa Rosa (desde donde operaban) y todo estaba oscuro a pesar de ser las 7 de la mañana. Fue el anuncio del glaucoma que motivó su “baja por incapacidad física” y la posterior ceguera que lo acompañó hasta 1985, año en que decidió partir.

Pero esa es otra historia

W.M.P./ 03.08.2021

Fotos de la colección familia de Ernesto Melgar Cornelio