Deben ser ya 35 o 40 minutos los transcurridos desde que salimos del Centro Comunitario del pueblo; tiempo que se siente mayor debido a lo escarpado y las condiciones del camino.

Y es que esta ruta no estuvo planificada, en tanto que, inicialmente, no conducía a ningún lugar. No como la trocha hacia la mina; o el otro camino carrozable que lleva a las familias de la comunidad todos los últimos domingos de cada mes a la feria regional; o la otra trocha que conecta con la pista asfaltada que, a su vez, nos lleva a la carretera interprovincial, 50 kilómetros más abajo.

Este camino no fue pensado para nada. Surgió en los últimos tiempos, como consecuencia del acuerdo que la Asamblea de la Comunidad adoptó aquel invierno, luego de la desgracia. Se fue forjando por el ir y venir de las mulas, primero, y últimamente, por el transitar de la camioneta que se compró con los dineros que la Corporación de Desarrollo asignó para las faenas de recuperación de las laderas, de mantenimiento y protección de las fuentes de agua de las partes altas, o para las tareas reforestación de los bosques nativos de pino.

Ya debemos estar por llegar. Lo sé porque la camioneta ha bajado la velocidad para pasar con cuidado el trecho en que se forman las curvas y se deja de ver el acantilado por el manto de niebla que empieza a bajar del páramo. Lo advierto también por el aroma de la flor del capulí, que por este lado de la quebrada suele abundar en esta época del año y que contrasta con el que dentro de unos minutos empezará a inundar el ambiente, hasta la náusea.

Transitamos esta trocha cada año para dar cumplimiento al acuerdo de entregar un pago especial para que la cosecha ocurra sin contratiempos y podamos así pasar un invierno más con nuestras familias, nuestros animales y seguir cultivando nuestras tierras, como siempre ha sido, desde nuestros ancestros. No tendríamos que hacerlo, si no hubiese sido por la falta que cometió el Apolinario y que ocasionó la desgracia aquel invierno del que ya nadie quiere hablar. No es lo justo, lo sabemos. Pero no nos queda otra, ya que aquí no conocemos forma diferente de resolver los problemas.

Ya estamos llegando. Nos detenemos. Trato de acomodar las piernas, que a estas alturas de viaje se encuentran entumecidas. Intento inútilmente observar el exterior, ya que no advierto ranuras entre las tablas, que me lo permitan. Bajan. Abren la puertezuela trasera de la camioneta. Me desembarcan con mucho cuidado. Imagino los rostros de mis compañeros, desfigurados por la pena del encargo que cumplen, pero más por el pánico que deben estar sintiendo. Me conducen como cuando llevan al Señor de la Agonía en procesión por el centro del pueblo, pero esta vez a pasos acelerados. Me depositan en el suelo. Unos segundos después escucho la camioneta alejarse.

Procuro no pensar en el final. Sin embargo, no puedo evitar la sensación de abatimiento en medio de esta penumbra, de este silencio pleno, de esta soledad inmensa, que se amplifican al interior de esta caja que me encierra, que me asfixia, que aprisiona mis últimos minutos.

Escucho sus pasos acercarse. Siento su olor, su jadeo. Me arrastra con torpeza. Cierro los ojos. Me entrego a sus designios.

W.M.P. / 05.12.2021