Me encontré sentado en una suerte de muro entre el cruce de dos veredas anchas o caminos, por donde la gente transitaba de un lado a otro, como si estuviese a los bordes de una procesión o en una fiesta pueblerina.
A mi lado, de pronto, el tío Ramón, hermano menor de mi padre. No lo veía hacía muchos años, desde que falleció. Me acerqué a saludarlo con afecto, a darle un abrazo sincero. No se sorprendió y rápidamente se puso a hablar sobre algún tema que no llegué a entender muy bien, o en todo caso, no recuerdo de qué trató.
Vi pasar también al tío Pepe, hermano de mi madre. Iba en un pequeño grupo familiar compuesto por hijos, cuñadas, sobrinas, sobrinos. La tía Ana (su esposa) avanzaba con rostro un tanto desencajado del brazo de su hija, quien la conducía lentamente. Más que enferma parecía ida, ausente. No me acerqué.
Pasé a una calle pequeña, junto a un grupo de gente que formaba una suerte de fila un tanto desordenada, esperando algo o a alguien. La esquina adquirió cierta familiaridad: Ancón de hace 35 años, al lado el viejo “Restaurante Melgar”, vivienda y centro de trabajo de mi abuela materna y su prole. Ella observaba distraída desde la puerta.
Entre la gente formada en la fila un tanto desordenada, irrumpió mi padre. Al igual que al tío Ramón (su hermano menor), no lo veía hacía muchos años y lucía exactamente igual al día en que desapareció y lo dimos por muerto: mayo del 85. Por alguna extraña razón no me sorprendió verlo y a él tampoco le sorprendió encontrase conmigo. Es más, estoy casi seguro que así lo tenía previsto.
Caminaba por la pista, con el brazo derecho levantado formando un ángulo a la altura de su pecho, como cubriéndose de eventuales choques o tropezones con objetos u otras personas. “Cuidado”, le dije. Lo cogí del otro brazo calmándolo de su aparente apremio por dirigirse hacia algún lugar.
Haciendo uso de la técnica correcta para conducir a un invidente -aprendida en su estancia en el Centro de Rehabilitación de Ciegos de Lima- se cogió inmediatamente de mi brazo. “Avanza”. Ordenó. Y sin esperarme, tomó la iniciativa y caminó a paso acelerado, casi empujándome, por la acera derecha de la calle Loreto.
“No estuve muerto”. Me dijo. “Todos estos años estuve buscando la puerta”. Confesó. “Me vi obligado a dejarlos. Tu madre no entendía mi propósito. Se cansó de escucharme y acompañar mi ceguera. Ustedes eran chicos, tampoco hubieran entendido. Fue mejor así.”
Con los ojos muy abiertos, haciendo un esfuerzo inútil por captar las imágenes que hacía años se les presentaban esquivas, en estado de éxtasis, se soltó de mí. “Aquí es”.
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Una de las dos alas de la puerta cedió sin problemas al entremetimiento de mi padre, quien, exaltado, seguía repitiendo “¡aquí es!, ¡aquí es!”. Ingresó por un estrecho ambiente que fungía de recibidor de aquella casona y que conducía a otro cuarto, separados solo por unas cortinas modestas.
Una figura imponente de dama alta de unos 60 años lo recibió con una sonrisa amigable, maternal. “Te estábamos esperando. Veo que lograste racionalizar tus sueños y encontrar el camino. Bienvenido Ernesto”. Le dijo, tomándolo de la mano. Con la mirada, ella me indicó que los siguiera. Sin temor, con cierta confianza, accedí.
De lo que alguna vez fue el salón de la casa, pasamos por una puerta hacia una escalera de peldaños pequeños que se reproducían infinitamente hacia abajo. Decenas de personas avanzaban con entusiasmo antes y después de mi padre, a quien yo dirigía con algo de torpeza y desconcierto.
Mientras buscaba una forma segura para transportarlo por la pequeña e infinita escalera, mi padre me fue diciendo cosas que al principio no llegué a comprender, pero que empezaron a cobrar sentido mientras más lo escuchaba y avanzábamos en la travesía.
Me hablaba y su rostro se llenaba de una luz que antes no había advertido en él. Yo solo lo recordaba en sus días de oscuridad, depresión, soledad, auto-encierro, cólicos renales y maldiciones por el repentino y dramático deterioro de su salud. La ceguera lo derrumbó a tal punto que solo quería morir. O escuchar noticias en su radio portátil colgado de su cuello, sentado al borde de su cama. Solo lo recordaba en su resentimiento con la vida y su frustración por no poder leer los libros atesorados durante años y que había pospuesto para sus días de jubilado, que nunca llegaron. Lo recordaba silencioso, ausente, parco, mientras lo conducía por sus rutas sombrías, en mi época de lazarillo.
Advertí en él una felicidad que me fue transmitiendo y me fue llenando de energía y destreza para descenderlo por la infinita escalinata hacia el subsuelo de la casona misteriosa de la acera derecha de la calle Loreto, en Ancón.
De pronto reconocí el lugar, la escalera, la ruta, los quiebres, las paredes, los murmullos, los aromas, la ligera brisa. En un instante todo ello me fue totalmente familiar y tuve la sensación que no era la primera vez que acompañaba a mi padre por esos recovecos. Fui recordando que en múltiples ocasiones habíamos entrenado el encuentro en la calle, el ingreso a la casona, el tránsito por las escaleras, la llegada al aparente punto de ingreso. Me quedó claro que todas estas veces, lo que creí ser simples sueños sin sentido, en realidad fueron encuentros furtivos para conducirlo en simulacros muy bien planeados y preparar lo que sería su traslado final.
Llegamos eufóricos a la plataforma subterránea en donde nos recibió una señorita con apariencia de azafata, muy amable ella. “Señor Ernesto, bienvenido. ¿Trajo para pagar el ingreso?”. ¿Pagar? Pensé. “Sí, claro, señorita”. Él.
Del bolsillo derecho de su saco de lanilla a cuadros, extrajo una cajita de cartón con tapa roja, en donde guardaba botones, un imperdible, algo así como una pequeña estampita de San Martín de Porres, un borrador gastado y otras chucherías.
“Papá, ¿con esto piensas pagar?”
Sonrió. Pasó su mano por mi rostro en una suerte de caricia amorosa. “La vida encuentra su valor en cosas insignificantes, hijo”. Respondió mientras lo conducían por el ingreso hacia un lugar que no logré ver bien y en donde me detuvo la señorita que parecía azafata, muy amablemente ella y sin dejar de sonreír. “Usted no. Lo siento. No está preparado aún”.
Desde dentro, sin dejar ese gesto luminoso, mi padre fue perdiéndose mientras escuchaba su consejo, ya a lo lejos: “Busca la puerta! Busca la puerta!”.
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Eran las seis de la tarde cuando desperté (me había recostado solo por unos minutos para luego retomar el informe que debía entregar al día siguiente en el trabajo). Prendí la lamparita y me levanté para guardar en el lado derecho de mi segundo cajón del ropero, la cajita de cartón de tapa roja con pequeñas chucherías, que recogí del suelo, al pie de mi cama.
Walter Melgar Paz
12.02.2015
Interesante manera de recordar a tu padre estimado «La vida encuentra su valor en cosas insignificantes…»…. «Buscad la puerta…»
Felicitaciones, tu creatividad no tiene límites.
Apreciado Walter,: Que bonita y detallada semblanza de tu amado padre Ernesto., y de los eventos experimentados.
Muchas veces no estamos preparados para nuestro viaje final, y tenemos suspiros de vida para completaexperimentados.r nuestro itinerario!.
Es maravilloso y emotivo recordar a nuestros seres amados,
Saludos solidarios!
Maestro usted nunca dejará de sorprender a los amigoa. Un relato tierno de un sueño que solo alguien como usted puede atrapar y convertirlo en un poderoso mensaje. Siga escribiendo y atrapandonos con sus sueños y sus historias. Extraordinario relato querido amigo.
Excelente relato, gracias por compartir maestro.