Año 1987. El Perú se encontraba en medio de dos fuegos. De un lado, las fuerzas políticas levantadas en armas que, desde sus propias tesis y métodos, emprendieron sus respectivos proyectos por la conquista del poder. Del otro, un Estado corrupto e incompetente, que, a falta de inteligencia estratégica, no le quedó otra que instaurar la política de exterminio impuesta por las Fuerzas Armadas y que se sintetizó en la consigna “dispara a matar primero, luego pregunta”.

El Partido Comunista Sendero Luminoso ganaba terreno en las comunidades campesinas de los Andes a través de exterminios colectivos y en las ciudades mediante asesinatos de dirigentes populares y autoridades, apagones y coches-bombas. Por su parte el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) avanzaba con la conformación del Ejercito Popular en regiones de la amazonia y de milicias urbanas en las principales ciudades.

En el frente legal, el MRTA contaba con fuerzas políticas aliadas, de articulación con el movimiento social y de coordinación con la representación política de izquierda en el Congreso de la República. Fuerzas políticas que anunciaron un histórico acuerdo de unidad, el mismo que se oficializaría en un próximo evento público, masivo, popular, en la ciudad de Lima.

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Jaime, Rudy y yo ingresamos a la ONG Alternativa en el año 1984, en condición de practicantes de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Jaime y yo proveníamos de Sociología (nuestra profesora era a su vez la directora de la ong) y Rudy de la Facultad de Derecho. Los tres pasamos a integrar el Área Urbana, encargada de trabajar con los dirigentes de las invasiones de terrenos que aglutinaron a centenares de familias en busca de un lote para sus viviendas. La experiencia en los barrios periféricos del Cono Norte de Lima nos permitió articular nuestra juvenil disconformidad con el sistema, con el movimiento popular (o al menos eso creíamos) y encontrarle sentido práctico a nuestra formación universitaria.

Para el año 87, teníamos el claro convencimiento que debíamos insertarnos de manera más orgánica en alguna de las plataformas políticas que se venían desarrollando en el país y asumir mayores niveles de responsabilidad y compromiso con los esfuerzos por derrocar al gobierno y transformar el sistema.

A esta conclusión categórica, rotunda, terminante, arribábamos todos los últimos viernes de cada mes, en que nos reuníamos luego de cobrar los cheques de nuestros sueldos en la agencia bancaria de la Av. Habich, reservar de manera justa los billetes para el sustento de la jornada, compartir el habitual sancochado de medio día y destapar las primeras cervezas que, al calor del debate, se iban reproduciendo y acumulando sobre la mesa, al lado de los platos de piqueos, el cenicero y las moscas. Conclusión que se transformaba en juramento, pasada la medianoche, ya fuera de la chingana luego de que ésta cerrara sus puertas a los parroquianos, y a la vez que organizábamos la forma en que el viejo Hillman de Jaime nos debía repartir por las calles de Lima.

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La noche de aquel viernes de setiembre del 87, se realizaría el Mitin de unidad de la UDP y Pueblo en Marcha, en la Plaza Dos de Mayo, en pleno centro de Lima. Ese era el momento que habíamos estado esperando todo este tiempo. Ese era el llamado histórico al que no podíamos dejar de responder.

Ahí estaremos. Puntuales, como todo revolucionario que se precie de serlo.  Nos dijimos mientras destapábamos las dos únicas cervezas que -acordamos- acompañarían el sancochado de esta tarde especial. Retornaríamos temprano a la oficina, para sorpresa de nuestra directora, acostumbrada a no tenernos de vuelta los últimos viernes de cada mes, luego de que salíamos al mediodía a cobrar nuestros cheques por el mes laborado. Nos retiraríamos del trabajo a golpe de las cinco de la tarde para ir con calma y evitar el congestionamiento de autos, buscar estacionamiento en algún garaje del Centro y así poder situarnos en un lugar privilegiado frente al estrado para observar y escuchar a los oradores y dirigentes de este magno evento de unidad.

Todo calculado y bajo control. Excepto nuestra proclividad a la cháchara, al relajo, a la dispersión y a las cervezas, cualidades cultivadas con paciencia y esmero en esos tres últimos años de amistad.

¡Puta madre, las ocho de la noche!

Salimos disparados del bar maldiciendo y viendo cómo sortear el tráfico que a esa hora ya se tronaba impenetrable. Rudy y yo empezamos a presionar a Jaime para que acelere por la avenida Tupac Amaru; que adelante a los autos, que se meta en contra, que toque el claxon, que busque atajos para pasar por la Caquetá rumbo a la Plaza Castilla; que siga de frente y busque cualquier lugar dónde dejar el carro. Bordeamos el mitin y continuamos por la Avenida Alfonso Ugarte y esquivamos decenas de policía que lo custodiaban celosamente. Presionamos tanto que, de manera inexplicable y totalmente imprudente, Jaime hizo un giro inesperado hacia la izquierda y se metió a la berma central para cruzar por los jardines y pasar hacia la pista de sentido contrario y regresar a la Plaza Dos de Mayo.

En otra ocasión, un Policía de Tránsito nos hubiese detenido y aplicado la multa por tamaña infracción. Pero, considerando que estábamos en plena realización de un acto político vinculado a una de las fuerzas beligerantes en pleno conflicto armado interno, pues, no fue casual que en ese preciso instante, apareciesen frente a nosotros unos 50 efectivos de la Unidad de Servicios Especiales de la Policía Nacional, cada uno bien apertrechado con sus cinturones cargados de municiones, sus escudos y máscaras, apuntándonos con sus fusiles AKM, UZIs, pistolas y hasta con un lanzador de bombas lacrimógenas, aguardando ansiosos la orden para disparar contra el viejo Hillman. Con nosotros adentro.

¡La cagaste huevón! ¡Cómo se te ocurre huevón! Rudy, el más centrado del grupo, increpaba con desesperadas gesticulaciones. Quiero mear. El Jaime. ¡Bajen carajo! Los tombos. Observé sus ojos vidriosos llenos de odio o quizá de temor, mientras rastrillaban sus armas y nos apuntaban con cierto nerviosismo o anisas de matar. ¡Quiero mear! Insistía Jaime sin reparar en lo delicado de la situación. En lo que entendí eran nuestros últimos segundos, tomé conciencia de que el país demandaba de mucho compromiso revolucionario. Lamenté no estar a la altura de las circunstancia y no haber concretado nuestra ansiada militancia. Observé mi entorno y reconocí que éramos apenas unos simples … ¡Hoooola paisaaaa! El Rudy, dirigiéndose a uno de los uniformados con galones de oficial.

¡Estos comunistas hijoeputas que no dejan pasar con su mitin de mierda! 

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Algunos otros improperios que improvisamos mientras salíamos del carro, nuestra condición de estudiantes de la Católica, pero sobre todo el hecho de que el Teniente a cargo del operativo había jugado pelota de chibolo con Rudy en Camporredondo, nos salvó de la cariñosa recepción por la que los visitantes de la Comisaría de la Av. España pasaban antes de ingresar a las asquerosas celdas, en las que pernoctamos. ¡Solo por esta noche muchachos! ¡Mientras se les pasa la borrachera, pues! El de mayor rango.

Salimos muy temprano a la mañana siguiente. Transitamos por la berma central de la avenida Alfonso Ugarte inundada de panfletos y volantes. Caminamos en silencio como expresión de nuestra vergüenza. Pero más de la rabia que nos desbordaba por haber tenido que entregar nuestros salarios, al Comisario de mierda, la noche anterior.

 

W.M.P. / 30 de mayo del 2023