El año 1965 mi padre, mi madre, mi hermana y yo, nos fuimos a vivir a un pequeño departamento alquilado en el cuarto piso de un edificio situado en el Jirón Ayacucho N°172 – departamento 402, en pleno centro de la ciudad de Lima; a escasos metros de la antigua Plaza Bolívar, en donde se ubican nada menos que el Congreso de la Nación, la sede de la histórica Santa Inquisición y la vieja Estación de Bomberos Roma N°2; muy cerca de la Plaza de Armas, la Catedral y el Palacio de Gobierno.

 

Por aquellos años, habitar por el Centro de Lima era una ventaja para una joven familia de clase media, con pocos recursos y que no disponía de muchas opciones para el disfrute, la recreación o el paseo de fin de semana. Salir a caminar un sábado o un domingo luego del almuerzo y regresar a golpe de seis de la tarde a tomar el lonche en casa, resolvía el problema a muy bajo costo.

La ubicación de nuestro pequeño departamento permitía aventurarnos por estrechas calles flanqueadas de vetustas casas coloniales y observar sus balcones agonizantes; corretear por concurridos parques republicanos y trepar por sus monumentos conmemorativos de algún héroe de una de tantas contiendas bélicas perdidas con países vecinos; introducirnos por los lóbregos pasadizos, naves y altares de cuanto templo se cruzara por nuestro camino; husmear en tradicionales y añejos bazares de telas, cierres, hilos, botones y bisuterías; o (sin intención de compra alguna) pedir proformas en tiendas de artefactos eléctricos que empezaban a ganar espacio en los principales jirones de una Lima que empezaba a modernizarse.

Recuerdo una de estas salidas en especial y que tuvo como destino a uno de los primeros supermercados que se instaló en el Perú, en pleno Jirón de la Unión, a fines de la década de 1950: Monterrey.

Siendo un establecimiento de gran tamaño y con mucha gente transitando por dentro y por fuera, mamá tomó las precauciones del caso y dispuso el respectivo plan de seguridad: ordenó detenernos al frente, en el portón de la entrada principal de la Iglesia La Merced, al lado de una mujer de avanzada edad vestida con hábito del Señor de los Milagros y que vendía estampitas de todas las vírgenes y todos los santos, además de cirios, rosarios y pequeñas cruces de madera.

“Tú coge de la mano a Walter y yo llevo a Chely.” Se dirigió a papá. “Si nos separamos por alguna razón, volvemos y nos encontramos aquí, al lado de la señora de las estampitas.” Señaló con firmeza. Luego, dirigiéndose a todo el grupo: “Solo se mira. No se toca nada. Entendido. Nadie toca nada”. Sentenció.

Con las consignas claras ingresamos a las iluminadas instalaciones; una música suave nos recibió y acompañó nuestro periplo por los pasillos; grandes hélices de metal colgadas de los altos techos nos refrescaban; escaparates con artículos de todo tipo se hallaban dispuestos formando un sistema complejo de pasajes internos; vestidos para damas y señoritas, zapatos de cuero, platos, ollas, manteles, radios a transistores, planchas eléctricas, alimentos, dulces de todo tipo, juguetes, discos de 45 rpm, lentes para el sol, sábanas y cortinas, velas, jabones y perfumes, aparecían a cada paso. Todos los productos imaginables reunidos en un solo lugar.

Dimos vueltas y vueltas por los mismos pasillos y no terminábamos de ver los productos que ahí se ofrecían. O para ser más precisos, mis padres no terminaban de ver los precios de los productos, mientras mi hermana y yo empezábamos a sentir el cansancio y aburrimiento.

De pronto, me encontré parado frente a una suerte de castillo medieval, de esos que ilustraban los pequeños libros de relatos que papá me leía por las noches en la cama, con la diferencia que éste era todo de cristal. Aproveché su descuido, me solté cuidadosamente de su mano y me desplacé tres o cuatro pasos para apreciarlo de cerca.

Ciertamente se trataba de un castillo de especial arquitectura, construido con cientos de ladrillos transparentes labrados por artesanos de milenarias pericias, trasladado -estaba seguro- de algún país lejano, misterioso, fantástico. Me aproximé cautivado por el resplandor de tamaña obra.  Acaricié con mis diminutos y temblorosos dedos una de las piezas dispuestas en maravillosa e intrincada estructura, sintiéndo la tersura de su superficie intercalada por breves relieves finamente esculpidos. Cerré los ojos para evadirme unos instantes de la musiquita y el murmullo de mi entorno y concentrarme así en singular objeto. Dominado por algún extraño impulso y sin vacilación, extraje la pieza por unos segundos de su lugar, para absorber de ella esa extraña energía que emanaba con especial brillo.

En ese preciso instante se abrió delante de mí una suerte de portal de luz generando un estruendo nunca escuchado por humano alguno. Quedé aturdido por los relámpagos y truenos que estallaron de manera estrepitosa mientras el castillo desaparecía absorbido por el enigmático hoyo. Cerré los ojos esperando escuchar las voces y llamados provenientes de dimensiones desconocidas.

“Qué has hecho”. “Ya nos jodimos”. “Camina, camina sin decir nada”. “No mires para atrás”.

Papá me tomó de una mano recuperando el control de la situación. Me condujo entre los pasillos que formaban los estantes y anaqueles de la tienda, mientras que, con una habilidad nunca vista, me quitó la chaqueta marrón que siempre me ponían en los paseos vespertinos, la volteó en cuestión de segundos y me la volvió a colocar, pero esta vez con el forro crema del interior hacia afuera. Sin perder el paso, nos deslizamos entre la gente, mientras él se quitaba su casaca y se colocaba sus lentes ray ban de aviador, a la vez que le hacía señas a mamá para encontrarnos en el punto previamente acordado, al lado de la señora de las estampitas.

Por alguna razón, recuerdo todo este episodio como de larga duración y en cámara lenta. Pero supongo que fueron pocos segundos los que tardamos en salir del Supermercado Monterrey, escabulléndonos para no tener que pagar la cuenta por las decenas de vasos que rompí aquella tarde, al extraer uno de ellos, situado en la base de la pirámide que habían construido en uno de los pasillos como exhibición de la nueva línea de cristalería.

De regreso a casa no solté la mano de papá ni un solo instante. Tomamos el lonche en absoluto silencio. No me reprendieron. Supongo que mis 5 años funcionaron como atenuante. O quizá porque -en última instancia- todos nos sentíamos parte de la misma banda.

Lima, 16 de abril del 2023