La pequeña feria navideña que se instala todos los años en el antiguo parque zoológico al sur de la ciudad, a pocas horas de la medianoche, continúa atiborrada de familias, grupos de amigos, parejas de enamorados o personas solitarias, que transitan una y otra vez por las callejuelas formadas por quioscos de artesanos y pequeños comerciantes, en busca de un singular artículo o simplemente una buena oferta.
Desde una de las viejas bancas de madera que circundan la pequeña laguna artificial, contemplo con cierta apatía el ir y venir de los visitantes e imagino los regalos que adornarán el árbol o el nacimiento esta noche, solo con observar las bolsas y paquetes que llevan consigo. Ejercicio al que me aficioné en estos últimos cuatro años como una forma de matar el tiempo y atenuar la soledad, que mi nueva condición de espectro me permite disponer en demasía.
En medio de este desgano, no advierto la presencia de una joven pareja con sus dos pequeños hijos que habían tomado posesión de la otra banca, cinco o seis metros a mi izquierda. Sus rostros se me presentaron como tristes, o más bien ausentes. Me llamó especialmente la atención que, a esa hora de la noche, aún no carguen paquetes con los juguetes, ropas, adornos navideños u otra chuchería, o se encuentren saboreado alguno de los potajes que, al paso, se ofrecen en la rotonda contigua.
Ella sostiene en su regazo a la criatura de algunos meses de nacida. Él empuja y vuelve a traer hacia si, con movimientos pausados y repetitivos, el coche tipo cuna con cubierta en donde se haya la otra, de unos 3 o 4 años.
Demasiado grande para estar en cochecito. Me digo. Mientras examino con mayor detenimiento la escena, pero esta vez procurando identificar detalles que me permitan construir una historia más o menos interesante y que justifique las horas que ya llevo sentado en este mismo lugar.
Por el color rosado de sus pantalonetas de algodón y las sandalias, así como las blondas de las mangas de la camiseta que sobresalen a la casaca, se trataría de una niña. Mi inicial conjetura es que padece de cierta discapacidad motora —por la delgadez y las curvaturas de sus piernas y la disposición inusual de sus pies—, sin embargo, sus movimientos corporales espasmódicos y los sonidos guturales que emite de manera intermitente me llevan a pensar, más bien, en una anomalía cerebral. Ello explicaría que la trasladen en un coche de bebe. Concluyo.
El ángulo de proyección de luz de los faroles, el movimiento del coche y la capucha que la niña trae (detalle curioso, en tanto el calor ya se hace sentir en este mes del año), me impiden observar su rostro. Me acerco a ella, me pongo en cuclillas y miro dentro de la cubierta del coche. Tremenda es mi sorpresa. Mi espanto, para ser más exacto.
Me vuelvo y observo a la pareja. Entiendo el profundo abatimiento expresado en sus rostros. Me siento al lado de él. Esperamos un buen rato, hasta que ella hace un gesto, lo suficientemente claro para entender que ha llegado la hora de marcharse.
* * * * *
Sin poder contener mi curiosidad los sigo. Nos trasladamos en un taxi hasta el Malecón Costero. Más precisamente al barrio en donde las antiguas quintas del distrito se resisten a sucumbir ante la arremetida de los nuevos edificios de departamentos para sectores medios, aun sabiéndose perdedoras en esta desigual batalla.
Nos detenemos en la avenida. Caminamos lentamente las calles que nos separan de la modesta vivienda de tan solo dos pequeños ambientes y una minúscula terraza interior que cumple las funciones de cocina, lavandería, patio y depósito de trastos.
Me ubico a un lado de la pequeña sala-comedor. Ella ingresa al cuarto contiguo con el bebé en brazos y retorna con la batea de plástico en donde habitualmente lava la ropa. La coloca en el suelo, a un costado de la mesa. Él estaciona el cochecito con la niña junto a la tina con agua. Se dirige a prender un par de velas ante las imágenes de una virgen y algunos santos desconocidos, en un pequeño altar dispuesto en una de las esquinas. Ambos se colocan en posición de oración. Los escucho murmurar “… y perdona nuestra deudas, así como nosotros …..”.
Con la fuerza y la paz que le otorgan las plegarias, colocan en la tina el frágil cuerpo despojado de sus ropas, de espaldas hasta que el agua empieza a cubrir su rostro. Sin parar de rezar dirigen sus miradas hacia ella, se preguntan si ese pequeño cerebro que quedó a medio formar podría generar algún pensamiento, transmitir alguna emoción o propiciar algún sentimiento de rencor por lo que le están haciendo. El único ojo —dispuesto al centro del rostro de la criatura— se cierra, a la vez que el agua ingresa con cierta dificultad por un bulto con orificio y un hoyuelo inferior, vestigios de una nariz y una boca que nunca llegaron a desarrollarse debido a la holoprosencefelia severa que le diagnosticaron tiempo atrás, a la vez que le pronosticaban solo seis meses de vida, que se convirtieron en cuatro años de tortura y sufrimiento, a los que ponían fin esta noche.
A paso lento y con el pequeño cadáver a cuestas, ella lo ve perderse por la avenida que conduce a la zona del acantilado, allí donde a principios de mes la Municipalidad dio autorización para que los camiones arrojen el desmonte proveniente de las construcciones de los modernos edificios que empiezan a ocupar este lado de la ciudad.
El ruido ensordecedor de los cohetes y los destellos en el cielo anuncian que las doce han dado. Es nochebuena.
Ingresa a casa, carga a su bebe de algunos meses de nacido, le da un beso con amor en la frente, en la parte superior del único ojo, limpia con cuidado las excreciones que emanan del grotesco orificio en la parte inferior de la cara. Reza para que las próximas navidades lleguen pronto.
W.M.P.
21.06.2021
Ilustración sugerida de Robin Isely