Este último año había pasado de la curiosidad a esa inédita y extraña sensación placentera que marcaría por siempre su vida.

A sus catorce años, Diego venía visitando semanalmente la sacristía de la Parroquia del Colegio Salesiano Don Bosco, en donde esperaba al sacerdote, muy amigable él, para entablar aquellas conversaciones informales que te van preparando para dar el paso y hacer la Confirmación.

Fueron días de rienda suelta a su oficio de explorador. Entre vetustas y trajinadas biblias, ornamentos pertenecientes al culto, límpidas sotanas, cuadros de vírgenes y santos inmolados en batallas pretéritas, vinos de toda marca, y ese especial olor a santidad, fue descubriendo su vocación por los asuntos de Dios, pero también ese placer novedoso que lo embargaba cada vez que acariciaba las piernas lampiñas del gran Cristo en el madero clavado en la pared del fondo; pero sobre todo cuando pasaba sus manos por encima del breve manto, imaginando la forma y el tamaño de su miembro, mientras se cogía el suyo, hasta sentir ese líquido calientito acompañado de breves y agradables espasmos.

El Padre Carlos Peralta, lo observaba silencioso, desde la puerta entreabierta de su cubículo privado. Lo miraba mientras él también se frotaba, procurando no gemir, como solía hacerlo ahí adentro, cuando ya pasaban a la siguiente fase de adoctrinamiento.

Carlos Peralta no solo era el párroco en el colegio. Además de profesor del curso de Religión, coordinador del Club de Jóvenes Líderes Estudiantiles, consejero espiritual y vocacional, era el encargado de reclutar mozuelos con pasta y vocación suficiente para ingresar a lo que él llamaba “la Logia del Señor”, una suerte de grupo selecto con quienes trabaja con mayor dedicación sus vocaciones, y otras cosas más.

Diego se quedó impresionado de él, por la locuacidad y sencillez para transmitir la Palabra de Dios, para inculcar los principios fundamentales de la fe, para guiar a los chicos en la forja de un cuerpo y un espíritu en virtud. Diego quedó impresionado sobre todo de sus ojos azules y de sus carnosos labios, los mismos que se imaginaba muy cerca, cerquísima, susurrándole al oído, en momentos privados de la Confesión, diciéndolo “Dieguito, no te preocupes, eso no es pecado. Cuando lo haces ante los ojos del Señor, está permitido, y Él goza contigo, y conmigo”.

Carlos Peralta lo interrumpe. No deja que Diego llegue a la eyaculación frotando con su mano el miembro del Señor Crucificado. Esta vez se lo tiene reservado para él. Se acerca por detrás, silencioso. Lo coge de los hombros con ternura y lo conduce hacia su modesta habitación.

Diego siente un escalofrío recorrer todo su cuerpo. Avanza sin decir nada. Voltea a dar la última mirada al Cristo. “Gracias Señor”, alcanza a decirle mientras empieza a imaginar la forma en que alcanzará el cielo, esta tarde. 

 

12.12.2017