Esta es una historia real, aunque admito que podría resultarles inverosímil. De todos modos, la comparto con ustedes.
Como sabrán, Lima es una ciudad muy religiosa y su población rinde homenaje a decenas de santos y vírgenes. Pero quien concentra la mayor devoción católica es el Señor de Los Milagros. No me voy a detener a contar su historia. Baste decirles que en el mes de octubre de cada año, miles y miles de feligreses se agolpan en las calles del centro de Lima para acompañar las andas del Cristo Morado.
De niño, mi madre nos llevaba a mi hermana y a mí, todos los 18 de octubre, a la Procesión del Señor de Los Milagros. Luego de almorzar apresuradamente lo indispensable, sobrevivir a una hora de tormentoso viaje en bus y tras caminar unas 10 cuadras (desde la avenida Abancay hasta la Tacna, subiendo por La Colmena) sorteando todo tipo de ofrecimientos de los vendedores ambulantes, llegábamos al borde de la muchedumbre.
No me suelten la mano. Nos decía mi madre cada 10 minutos. Pase lo que pase, no me suelten la mano.
Cánticos dolientes de sahumadoras; rezos monótonos e inentendibles; cuadrillas de cargadores y músicos acompañando el lento andar del Cristo; ramos de flores, estampitas y rosarios; inciensos fragantes en mezcla divina con los olores a anticuchos y sobacos; pisotones y jaloneos; orines discurriendo por los bordes de las aceras, asfixia, vómito.
Aquella tarde del 18 de octubre, en la Procesión del Señor de Los Milagros, por alguna extraña razón se le ocurrió a mi madre avanzar hacia el anda del Cristo Morado, colocarse delante de su imagen y ofrecerle con infinito fervor una oración. Craso error.
Inició la travesía sin pensar nada más que en su propósito. No me suelten la mano. Repetía, mientras tiraba de nosotros. Señor mío, Dios mío, te encomiendo mi espíritu y los de mis hijos… La marea humana se hacía insoportable y sentía que me faltaba el aire… Creo en ti, Hijo de Dios salvador nuestro… Por unos segundos dejé de verla… Te damos gracia porque nos guías con tu palabra… Entré en pánico al sentir que la perdía… Te imploramos el don de la paz y la gloria eterna Señor… Apreté los dedos formando un puño y tiré, tiré, tiré con todas mis fuerzas para no separarme de ella, para no perderla … Amén.
Todos estos años que habito la margen derecha del río Rímac entre basurales, gallinazos y drogadictos, he esperado con ansias el mes de octubre con la ilusión de encontrarla entre la multitud de morado y correr hacia ella. Para mirar una vez más su rostro de ángel. Para besarla con ternura. Para pronunciar su nombre. Pero, sobre todo, para pedirle que me perdone, por haberme quedado con su mano.
12.10.2017