Mañana de julio del año 1992. Llegué temprano. Habían pasado 27 horas de viaje y mil cien kilómetros de carretera flanqueada por el mar y el desierto; paisaje monótono matizado por breves valles, efímeros poblados o anónimas caletas de pescadores en donde los escasos pasajeros desembarcamos en búsqueda de servicios higiénicos, a estirar las piernas y aprovechar de la refrescante brisa, o a probar algún platillo en esas pequeñas cabañas que fungen de restaurantes con sus mesitas cubiertas de manteles plásticos y moscas.

Llegué a la ciudad de Ilo a las 7:30 de la mañana y mi primera sensación, al observarla desde el ingreso por los arenales de la parte alta, fue de reclusión, estreches, poquedad, debido a su ubicación, forma y tamaño, pero quizá al hecho que yo provenía de la ciudad capital, en donde las distancias, los volúmenes, los ruidos, las velocidades y los tiempos eran mil veces mayores y más rápidos.

Desembarqué en la pequeña estación de los buses Tepsa. Denis se me acercó y se presentó ante mí de manera formal mientras que, con un ademán, me invitó a cruzar y bajar por una callecita para mostrarme (con cierto orgullo de lugareño) el recientemente inaugurado Malecón Costero: el Salón Consistorial y la biblioteca pública; el Anfiteatro para quinientas personas de cara al horizonte; las caminerías y jardines adornados con palmeras, cucardas y suculentas; la antigua glorieta restaurada y firme sobre peñones dentro del mar apacible; finalmente, el Muelle con sus parantes y tablones enlucidos por efectos de la brisa y el tiempo. Tres pequeñas cuadras paralelas al litoral que recorrimos a pasos lentos.

En la breve caminata, me puso al tanto del trabajo que realizaba la Asociación Civil Labor, ong ambientalista situada en el extremo sur del Perú y a la que debía presentarme en una hora más, para sostener una entrevista con el Consejo Directivo y ver si me otorgaban la plaza disponible en el equipo que él jefaturaba. No recuerdo en qué consistió la entrevista ni los compromisos laborales que pactamos; lo cierto es que, hacia el mediodía ya tenía el contrato de trabajo firmado, la seguridad de un sueldo mensual respetable (tomando en cuenta el reciente shock económico), un cheque para traer a mi familia de Lima e instalarnos, y un papelito con la dirección de la vivienda que Denis se había adelantado en conseguirme a un bajísimo precio de alquiler y que se convertiría en nuestra morada familiar los próximos años: Alto Ilo, Manzana Q – Lote 16, Ilo.

Salí de la oficina. Por primera vez en varios años sentí tranquilidad por mi futuro y el de mi familia, pero también mucho miedo por no saber enfrentar los nuevos retos que se me presentaban. La incertidumbre era muy grande y eso me agobiaba demasiado.

Salí a caminar sin rumbo fijo. La dimensión y forma de la ciudad no daba para extraviarse: cuatro o cinco avenidas que corrían paralelas entre el mar y un talud natural en cuya ladera se asentaban barrios populares, igualmente organizados alrededor de dos largas avenidas.

Bajé dos cuadras por la calle Abtao y me encontré con la Plaza Grau, circundada por la Capitanía del Puerto, el local de la Caja Arequipa, las Oficinas del Correo y uno que otro almacén de aparejos de pesca. Una cuadra más allá, el Mercado y en su segundo piso las oficinas de la Municipalidad Provincial concentraban la afluencia de los parroquianos, en la pequeña y señorial Plaza Mariscal Domingo Nieto. Me sentí transportado a los primeros años de la República y eso me agradó sobremanera.

Me senté en una de las cuatro bancas bajo la sombra de los vetustos molles, a contemplar mi entorno y apreciar la arquitectura colonial de singular simetría y belleza: viviendas de una o dos plantas con estructuras de postes y vigas de madera, muros de barro y caña expuestos o revestidos con chapa metálica; con altos techos inclinados de mojinete truncado y teatinas; porche paralelo a la acera o balcones en el segundo nivel, cubiertos con tejadillos; fachadas adornadas de buganvilias blancas o violetas, desde donde asomaban puertas y ventanales de modestos tablones. Los estudios de arquitectura que abandoné tempranamente habían preparado en mí, cierta sensibilidad para apreciar estos detalles.

A mi lado, una señora se esmeró en ofrecerme una “papa arrebozada” o un “choclo con queso”, “fresquitos, caballero. Lleve usted”, con un acento de sureña que mi pequeña hija adoptaría como suyo, unos meses después, luego de asimilarse al grupo de chiquillos de la cuadra. Los disfruté pausadamente como mi primer almuerzo en esta pequeña ciudad que me acogía y que desde ese momento se convertiría en partidor y carril de una prueba de resistencia que asumía en esa etapa de mi vida. Me sentí profundamente agradecido.

Observé los comercios cerrar en simultaneo y a las personas desaparecer una a una, para ceder el espacio a las gaviotas que aterrizaban y caminaban en mi entorno, confiadas o, para ser más precisos, indiferentes a mi presencia. Acomodé mi mochila al costado y con el folder conteniendo una copia del contrato, improvisé un abanico, necesario para contrarrestar el sopor producido por esa atmósfera espesa, húmeda y caliente que se empezó a instalarse por las calles y que -luego entendería- era la razón de la inmovilidad y vacío que se apropiaba de la ciudad en las primeras horas de cada tarde.

Abandoné mi banca de la plazuela y bajé por Zepita, aprovechando las despobladas calles a esas horas, soledad que de pronto se transformó en bullicio y jolgorio al ingresar por Matará, calle colindante al puerto y al varadero.

Ingresé a la primera chingana que se me presentó. Necesitaba con urgencia una cerveza helada, la que me sirvieron de inmediato en la mesa que ocupé al lado de la puerta de aquel salón con sus paredes adornadas con almanaques de mujeres desnudas, local acondicionado con un mostrador, refrigerador y cuatro o cinco mesas alrededor de las cuales los pescadores intercambiaban animados relatos sobre sus faenas en altamar, o granputeaban al Patrón disconformes por el pago de la carga del día, en medio de sonoras carcajadas, lisuras y escupitajos al piso cubierto de aserrín.

Fueron dos cervezas y un largo rato en que preferí no pensar en mi pasado que me condujo a esa ciudad, ni en el futuro que tenía que edificar a partir de la próxima semana en que retornaría, con mi esposa y me pequeña hija de 3 años. Saqué la billetera para pagar, observé el boleto de regreso de esa noche, el pepelito que me entregó Denis con la dirección a la que tenía que ir arreglar lo del alquiler.

Dejé el lugar y subí por la Avenida 28 de Julio hasta llegar al “Cruce Ratón” (nunca supe el porqué de su nombre), doblé hacia la derecha para tomar la cuesta.

Ese atardecer, desde la parte alta de la ciudad y a escasos metros de la pequeña casa que sería nuestra morada los próximos años, observé por primera vez el plácido descanso de las embarcaciones en la bahía y ese mar azul que se extendía hasta el infinito.

Me detuve unos minutos mientras recordaba la verdadera razón por la que estaba allí. Que había viajado más de mil kilómetros a una pequeña ciudad que no conocía ni en el mapa, para empezar de nuevo. Que ya no era un joven estudiante y que ahora teníamos una pequeña hija a quien cuidar y a quien construirle un futuro en este país que se despedazaba por dentro. Que a mis 30 años aún podía retomar mi profesión y salir adelante. Que es posible transitar otros caminos para transformar esta sociedad de injusticia y desigualdad. Que los sueños se pueden postergar para vivir un rato la realidad.

Me afirmé en estas ideas, las acepté. Aunque sentí que, dentro de mí, algo fallecía.

 

W.M.P. 15 de mayo del 2023